martes, 15 de marzo de 2011

OYENTE


La Radio, mi compañera desde que tengo uso de razón. Tengo el placer de escucharla, si lo deseo, las 24 horas del día. Para mí es imprescindible, única.

Aparato electrónico que puedo trasladar de un lugar a otro, que me regala música y mantiene informada. Es educativa, generosa, simple, entretenida, fácil de manipular.

Si leo, bajo el volumen, si alguna vez quiero silencio o escuchar determinada canción, enciendo el equipo de música, pero…. siempre vuelvo a escuchar radio. Oprimo un botón y se enciende.

Recuerdo mi niñez y juventud escuchándola: radio Radio El Mundo, Belgrano, Splendid, Rivadavia, radios clandestinas.

Bastaba girar una perilla para sintonizarla, subir o bajar el volumen.

Se escuchaba bajito y como se “iba la onda” perdía buena parte de los programas, pero me conformaba y entre ruidos y descargas eléctricas esperaba que continuara la transmisión.

Las telenovelas me maravillaban; me emocionaba, lloraba y reía. Era un deleite imaginar el dramatismo que expresaban los actores con sus voces, silencios o efectos de sonidos.

Más de una vez me desilusioné cuando conocía por foto algún actor de telenovela que no coincidía con la imagen que yo me había figurado.

Al lado de la radio siempre tenía cuaderno y lápiz para escribir las letras de canciones que después aprendía. ¡Qué paciencia! porque debía esperar que la radio la transmitiera nuevamente hasta copiarla completa. Era un trabajo bastante laborioso y siempre había una nueva melodía para transcribir.

Hoy la tecnología me ha superado, avasallado, por suerte no me costó demasiado incorporarla a mi vida, pero nada me quita el placer de escuchar radio.

Foto By Tito-Frente de la casa vieja.

sábado, 19 de febrero de 2011

martes, 15 de febrero de 2011

Temor


Joaquín con sus cinco añitos y muy serio, me contó lo que pensaba:

“Todos están contentos menos yo. ¡Voy a ir a primer grado!

Ya sé que tengo cinco no cuatro como Lautaro.

Tengo un miedo terrible.

Me van a vestir con lo que dicen que se llama “uniforme” y no me gusta. Dicen que ya estoy grande.

Claro, como soy más alto que mi amigo Lautaro no voy a ir más a mi Jardincito.

La escuela nueva es enorme, hay como mil chicos que no conozco, corren por todos lados y seguro… me van a atropellar. La odio.

Además dicen que voy a aprender a leer a escribir y muchas cosas más.

¡Si yo estoy muy contento en mi Jardín!

Me gusta jugar solo, no me gusta que me hablen ni que me digan qué debo hacer.

Ya sé de todo: de animales, de plantas, andar en bicicleta, sé contar todas las cosas y leo lo que a mí me gusta.

No me interesa saber leer los libros con letra chiquita como las que leen mamá y papá.

Quiero ser siempre bajito, no crecer tanto como mi primo y jugar a lo que se me de la gana.

Por eso estoy triste y asustado.

Además me compraron un montón de útiles que no sé para qué sirven, hasta un libro! Para qué si no sé leer!”

Créanlo, algunos niños sufren cuando dejan su jardín de Infantes.

martes, 8 de febrero de 2011

EL EUCALIPTO


En el patio de mi casa había un gran árbol de la especie del eucalipto.

Su tronco era recto, grueso, dos personas era necesario para abrazarlo.

La corteza gruesa y rugosa soportaba todos los clavos que se les ocurría clavar. Tanto los dueños de casa como las visitas admirábamos la frondosa copa que parecía mostrar con orgullo tallos, ramas, un aroma especial y hojas alargadas como medialunas.

Medía veinticuatro metros cuando era joven, con el paso del tiempo y el maltrato que recibió con repelentes e insecticidas por ser refugio de hormigas y ratones, fue empequeñeciendo.

Un día sucedió algo terrible, sopló un viento muy fuerte, el gran árbol no pudo con tanto movimiento sostener su follaje, una rama muy pesada cayó aplastando parte de una construcción que estaba cerca.

A partir de ahí comenzó su calvario, nadie se sentaba bajo su sombra, parecía que le temían y tomaron una decisión: secar sus raíces.

Tampoco pudieron con él, allí permaneció, seco, descascarado, sin hojas, pero con los brazos erguidos, desnudos y amenazantes.

Fue entonces que la situación se hizo insostenible, sus grandes ramas eran un peligro. Había que sacar el árbol a cualquier precio.

Llamaron a dos valientes, podadores de profesión: Carlos, de setenta jóvenes años y gran experiencia y Carlitos de solo veinte con el coraje que da la juventud. Con rostros serenos, mirando hacia arriba, como si su trabajo fuera contemplar el cielo estuvieron largo rato calculando las posibilidades para podar el árbol.

Con cuidado y no demasiado sistema de seguridad buscaron la manera adecuada de trepar para comenzar su apasionante trabajo.

Debieron calcular dificultades que se podían presentar, porque cada árbol es distinto. No hay ningún manual que dice la forma adecuada de sacar un árbol. Es casi por instinto. Emplearon sogas, riendas de acero, hacha tijeras y por último la motosierra.

Comenzaron los cortes, teniendo en cuenta los nudos, el peso, el ascenso y descenso.

Fueron cayendo los grandes trozos guiados por sogas que lo llevaban justo al lugar que tenían planeado.

Ese fue el fin del eucalipto. Me quedan videos y fotos de recuerdo.

Pero no termina aquí la historia, como todo se puede utilizar, la madera será empleada por gente que necesita calor.

Ese fue el fin de mi gran querido árbol.